El estado de sitio del antiguo régimen constitucional colombiano, de ser un mecanismo excepcional, se convirtió en la regla general. La restricción de la libertad, por varios lustros, desvirtuó el contenido y alcance de una Constitución inscrita en la tradición demo liberal. La asamblea nacional constituyente reaccionó contra el abuso de esta salvaguarda excepcional del Estado de derecho, como puede inferirse de su regulación detallada, de la prohibición de que durante su vigencia se suspendan los derechos y libertades fundamentales, de la necesidad de ceñirse al derecho internacional humanitario, de la existencia de una ley estatutaria para regular los poderes excepcionales y, en fin, de la consagración de un sistema "automático" de control constitucional.
El control judicial de los actos en cuya virtud el Presidente asume, en desarrollo de la Constitución poderes excepcionales, así sea para verificar empíricamente la existencia del presupuesto objetivo que le sirve de sustento, suscita el viejo debate sobre el órgano llamado a ser el guardián de la Constitución. El contenido radicalmente político de la declaratoria de los estados de excepción, no menos que defensivo de la misma Constitución, puede sugerir una alternativa distinta: control no judicial, sino político, a cargo exclusivo del Congreso.
Esta posición, en el fondo, responde a estas premisas: (i) El Presidente representa un "poder neutro" que lo hace eje del sistema político y atalaya privilegiado suyo, lo que se traduce en la atribución soberana de optar por los estados de excepción cuando se avizora una situación que amenace la Constitución: La declaratoria de un estado de excepción, es el supremo acto de defensa de la Constitución y, por lo tanto, no puede, dentro del estado, ser objeto de un control ulterior; (ii) El abuso eventual de los poderes excepcionales, es un problema político que, como tal, sólo incumbe a los representantes del pueblo. De ahí que se otorgue al Congreso la función de ejercitar el control político de los actos del Gobierno dictados al amparo de los estados excepcionales; (iii) La Corte Constitucional habida cuenta de la naturaleza política – que no jurídica – de los actos de declaración de los estados de excepción, por sustracción de materia, carece de competencia.
De otro lado, al lado del control político del abuso del poder presidencial, se precisa el control judicial, en razón de que la desviación de los cauces constitucionales tiene implicaciones jurídico-constitucionales y debe, por consiguiente, quedar comprendido dentro de la esfera de competencia del máximo órgano de control constitucional. Finalmente, la naturaleza política de las decisiones gubernamentales, no puede inhibir al Tribunal Constitucional, pues, el mismo argumento obligaría a eliminar todas sus competencias, ya que ellas tienen una connotación eminentemente política, así se desenvuelvan a través de un método de naturaleza judicial. En todo caso, las dudas que puedan subsistir sobre la eficacia del control exclusivamente político – que son mayores cuando el órgano de control corresponde a las mismas mayorías políticas que apoyan al Presidente – hacen todavía más necesario el control judicial.
La experiencia de algunos países latinoamericanos – entre ellos Colombia demuestra que los estados de excepción acentúan los tratamientos puramente represivos a los problemas sociales, económicos y políticos, cuya etiología ameritaría un enfoque distinto. El anotado acento represivo, generalmente significa una presencia y actuación mayores de la fuerza pública. El control judicial, en este contexto, muestra una faceta inédita del antiguo principio de división de poderes, aplicado no a los órganos del poder público, sino al equilibrio y adecuada división de funciones entre la esfera civil y la esfera militar y policiva. La inestabilidad institucional se vuelve causa y efecto del exceso de militarismo y del espacio que a éste se le cede en el ámbito de lo político, con perjuicio de su estricta profesionalización. Es evidente que una judicatura débil, no querría arriesgarse a probar su fuerza y ante el deterioro de la eficacia de sus fallos, antes que erradicar excesos represivos y poner término a la colonización indebida de lo político por lo militar, acudirá procelosa a tesis inhibitorias, resignando su papel, lo que prácticamente pasa inadvertido, pues son muchas las máscaras que sirven para ocultar el temor y la debilidad de la jurisdicción.